A Rafa Martínez
Hace ya varios años,
siendo aún un imberbe, los libros y un conocido escritor me salvaron la vida en
mi primera visita a Caracas. En ese alocado viaje pude descubrir que esa ciudad
es un caos donde ocurren miles de historias simultáneas que jamás conoceremos,
también comprobé que todavía se puede confiar en la gente y que la literatura
puede llegar a ser una simpática tarjeta de presentación.
Corría el año de 1998;
acababa de cumplir mi mayoría de edad y decidí que había llegado el momento de
viajar solo y conocer otros lugares. No se me ocurrió mejor idea que irme a la
capital a una feria de libros. Me quedaría en casa de una amiga a quien nunca
le dije que iría, y al llegar allá supe que hasta se había mudado de ciudad. “Y
ahora ¿qué?”, me dije. “Todo fluye”, me respondí; típica respuesta de quienes
padecen de juventud.
Nunca había visto una
aglomeración tan grande de personas y edificios. Sentí que estaba en las fauces
de un monstruo y que muy pronto iba a ser devorado. Sentí frío en los huesos.
Con ayuda de unos primos salvadores que vivían cerca de Los Teques, pude llegar
a la feria. Y al ver todas esas mesas repletas de libros olvidé dónde estaba,
mi cabeza se llenó de palabras, de títulos y autores. Bs. 50 mil (de los
viejos) me llevé para todo el viaje; eran las once de la mañana del primer día
y ya casi no me quedaba nada.
Gente conocida se
encontraba en el lugar. Recuerdo dos. Uno era Rafael Vidal, el gran nadador,
gloria del deporte en el país; intercambiamos algunas palabras sobre el clima,
la literatura y el hurto de carros en la zona. Quedé sorprendido por la
sencillez y humildad de este hombre con todas sus medallas, y que pocos años
después fallecería en un lamentable accidente de tránsito. Pensé en tanta gente
que anda por ahí engreída.
El otro personaje era
un señor de voz profunda y jovial, de rebelde cabellera blanca, que bromeaba
con todos los presentes. Era Rubén Monasterios: psicólogo, escritor,
especialista en teatro, danza, el erotismo y el humor, locutor y cronista de su
ciudad natal, Caracas, a quien había visto innumerables veces en programas de
televisión, y de quien había leído algo en una amena antología de breves piezas
teatrales sobre los pecados capitales. Conversamos un poco, me recomendó
algunos libros mientras echaba algunos chistes sobre carros robados, me presentó
a algunos amigos escritores presentes. Aproveché para decirle que había
disfrutado mucho de su obra, que había muerto de la risa, que me encantaba su
desparpajo, que me gustaría escribir así.
Todo andaba bien hasta
que la gente comenzó a irse. Yo me acordé de mi difícil futuro en esa
desconocida urbe. ¿A dónde ir?, ¿qué hacer ahora con los bolsillos vacíos por
haber comprado tantos libros? Lo único que me vino a la mente fue decirle a
Monasterios que, por favor, me sacara de allí, a mí, un perfecto desconocido.
Accedió. Y, después de contarle mi desgracia,
quien fue nombrado Pregonero Mayor de Caracas decidió darme un pequeño
paseo presentándome su queridísima ciudad. Me dejó en Plaza Venezuela con
algunas indicaciones para que disfrutara mi accidentada travesía y algo de
dinero. Con eso sobreviví casi una semana; de esta manera comenzaba lo que
sería una de mis más intensas y recordadas experiencias.
Así fue cómo conocí
Caracas por vez primera, y así fue cómo Rubén Monasterios me salvó la vida
entre historias y libros. Tal vez ya no lo recuerde, pero vayan estas líneas en
agradecimiento.
(Publicado originalmente en Revista Tendencia 59)
1 comentario:
Caracas es una mirada abierta, y a veces se puede caminar en ella...
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