Edgar Queipo: levantar la ciudad desde un taller


La casa de Edgar Queipo, uno de los pintores más reconocidos de la región, ha sido como mi segunda casa, y su familia ha sido como mi familia. Mucho tiempo he pasado ahí, mucho hemos compartido. Sus pinturas siempre han estado alrededor de nosotros, al fondo de las conversaciones, con su colorida serenidad. Y un poco más allá, detrás de una ventana, su taller, el lugar donde se fragua toda una ciudad, sus matices, su luz y, también, lo invisible.

Siempre me ha interesado saber cómo es que de un lienzo o un papel en blanco puede surgir todo un entramado de universos abrazados y jugando entre ellos, cómo puede hacerse material y visible una manera de concebir el mundo. Me he puesto a tomar notas para tratar de entender un poco mejor cómo se dibuja una Plaza Baralt llena de vida, con esa sensación de reconocimiento, de familiaridad, pero, a su vez, de sueño. ¿Cómo se hace? Trataré de explicármelo.

Parto de aquí, su casa, de sus sonidos, de la música constante de sus móviles en el techo, del murmullo de los vecinos que invade noche y día sus espacios, las voces familiares de hijos y nietos que crecen en sus corredores. También está el jazz, el Caribe, o al entrañable Armando Molero, repartiendo calidez con su voz de mediodía. Miro también las texturas de la casa, las tonalidades que la visten, los disfraces que cuelgan en sus paredes, el aire a circo, a saltimbanquis. Y entiendo que ese hogar es una gran carpa que acoge portentos circenses; por eso las túnicas, las máscaras, los tocados, los sombreros, por eso la risa que enseñan las figuras, esas que se asoman por las paredes, esas mismas que forman un alboroto cuando advierten la llegada de un visitante. Igualmente he visto cómo, de noche, las imágenes también híbridas de los cuadros de Peña o Niño se ponen a conversar. 
Desde aquí, sentado bajo la sombra de las matas del patio, veo a Queipo en su taller; siempre inquieto, recorriendo todo el espacio. Coloca un poco de música: alaridos de saxofones bailarines o desgarradores voces negras de Cabo Verde. Va y viene, entre retratos visibles y retratos mentales, con una mesa pequeña con pomos que se derraman y se unen, como una trifulca de gusanos de colores. Acude a libros, a lecturas esclarecedoras, a la poesía, a la Historia, acude a las fotografías, a la memoria. Poco a poco va dándole forma con sus manos a este Puerto en el que vivimos, va agregándole elementos que ha recogido con sus sentidos en la ronda despierta por sus veredas.  
Así, lo he visto armar imágenes de Maracaibo en las cuales se funden  realidades paralelas: lo vivido y lo soñado, lo posible y lo imposible, pasado y futuro, vivos y muertos. Veo traer al taller fragmentos de ciudad, como la migaja de pan que carretean las hormigas. Se trae el calor de afuera, el habla, los monumentos, sus habitantes, los amigos que andan o que alguna vez anduvieron por sus calles, a los que recuerda siempre. Todo eso está ahí, vivo, en movimiento.  Y yo creo que es así cómo se puede llegar a levantar una ciudad con todos sus fantasmas, sus pájaros y sus poetas: viviéndola, intensamente y, luego, soñándola. 
Así son los colores de la imaginación de Edgar Queipo. Yo quisiera algún día soñar la ciudad con esos colores.

                                                               (Publicado originalmente en Revista Tendencia 59)

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