Para Mary, a su
sonrisa
Esta vida moderna es
una perfecta máquina productora de estrés y preocupaciones. A diario, nuestro
estilo de vida intenta extinguirnos, sopla con vehemencia para que la llama que
baila en nosotros se marchite y nos convierta en personas rutinarias, sumidos en
una agotadora repetición de días idénticos. Algunos tratan de mantener viva esa
incandescencia viajando, otros adentrándose en el universo de los libros o del
oleo y el lienzo. Hay quienes lo logran cantando sobre las pistas de un
karaoke.
El encuentro se produjo
la tarde de un viernes cualquiera. Después de una agotadora jornada laboral, quedamos
unos amigos en vernos en algún agujero de la ciudad que no se pareciera en nada
a una oficina, que no tuviera grapadoras, teléfonos o teclados. Uno de ellos
propuso que nos viéramos en La Fonda, bar que tiene casi cuarenta años dando refugio
a quienes más lo necesitan. Al llegar a ese acogedor lugar escondido entre el
paisaje de la calle 67, nos dijeron que no podíamos fumar para proteger las
voces de las personas que se encontraban del otro lado del salón. En ese
momento nos dimos cuenta de que allí se cantaba y que el asunto era serio.
Un rato después, ya con
toda la noche encima, se encendieron los monitores. Empezaban a sonar los
primeros acordes de una ranchera de esas cuya melodía ya forma parte de nuestro
ADN, mientras una manada de caballos salvajes corría por hermosos campos bajo
un cielo perfecto. Decidimos acercarnos. Elizabeth, profesora jubilada de LUZ,
conocida como “La novia de La Fonda”, nos puso algo nostálgicos con un tema de
Rocío Durcal, su especialidad. Nos deslumbró su sonrisa, su fuerza. –Amigo, por
favor, nos trae cuatro negritas–, decimos, mientras nos ponemos cómodos.
Primera vez que nos seduce un karaoke.
Rodrigo, animador
profesional, organiza el orden de los intérpretes y revisa las carpetas
buscando las canciones solicitadas. Le entrega el micrófono a María Elena, jubilada
de la industria petrolera, que se acerca con aires profundos. Ataca el tema con
pasión, lo hace suyo, es impecable su puesta en escena, sus ojos cerrados. Por
algo la llaman “La Señora del bolero”. Conoce otros lugares donde se canta,
pero en La Fonda encuentra la intimidad necesaria y la complicidad para dejarse
llevar por la música.
Muchos tienen tiempo
conociéndose, ya comparten sus tristezas y alegrías, y todo lo digieren
cantando. Disfrutamos un largo rato de interpretaciones melancólicas, otras divertidas
y burlescas; rancheras, tangos, boleros, joropos, El Buki, Raphael, Roberto
Carlos, José José… Pero cuando presenciamos el espectáculo de un imitador de
Lila Morillo en un improvisado vaudeville, la noche de vidrio se hizo añicos en
nuestros oídos. Qué bueno que la fortuna nos señaló el camino hacia ese bar.
Cuando nuestro furor
logró apaciguarse, un breve silencio dio paso a Ciro, “El ángel que canta”. El
tema: Se nos rompió el amor,
popularizado por Rocío Jurado. Muchas veces lo habíamos escuchado por ahí, pero
tal vez nunca lo habíamos entendido. Degustamos cada palabra, la sufrimos, se
nos metió un despecho repentino en el cuerpo, se hizo triste el planeo de las
palomas que sobrevolaban en los monitores del karaoke.
Quedamos pasmados.
Salimos de ahí asombrados por lo que la ciudad esconde entre sus faldas, lamentando
la inutilidad de nuestras voces, y
convencidos de que cantar espanta la monotonía que va oxidando nuestras horas.
(Publicado
originalmente en Revista Tendencia
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