"Oh,
hermano, sin tambor no llegues a mi tumba"
Yalal
Ad-Din Rumi
Con
el paso del tiempo, gran parte de las personas que habitamos en este planeta experimentamos
una aguda atrofia de nuestros sentidos, y también de ese gran volcán natural
que es la imaginación. Nuestra sensibilidad ha venido siendo domesticada de tal
forma que es cada vez menos ese prisma capaz de multiplicar sus colores al
contacto con la luz. Así sucede con la
audición, con nuestra facultad de escuchar conscientemente todo aquello que
está fuera y dentro de nosotros. Se ha fosilizado la manera de percibir los
sonidos debido a un constante y despiadado proceso de empobrecimiento de
nuestras experiencias. Se mustian nuestros oídos, les hace falta el verdor de los sentidos
infantiles.
La miseria del oído
La
música es tal vez una de las artes más populares y cotidianas, la más accesible
y difundida. Sin embargo, esta familiaridad muchas veces entraña el peligro de la
incapacidad de descubrir toda una cercanía mucho más profunda y originaria,
como cuando nos habituamos a un sonido constante y se nos hace imperceptible. Gran parte de este deterioro se debe a los
cánones impuestos desde ámbitos económicos y publicitarios, reduciendo y embotellando
las vías de acercarnos a la música. Se ha arruinado así nuestra relación natural
con ella, emergiendo una audición disecada, sectaria, homogeneizada y
artificial. Estamos muy acostumbrados ya a pequeñas grageas sonoras todas idénticas entre sí. No se puede desdeñar
de la totalidad de lo que se ha hecho con estos parámetros, pero es vital hacer
saber que allí no termina todo, que eso que vemos es sólo la punta de un
iceberg.
El grito
La
música es la más inmaterial de las artes, y es también lo más íntimo, visceral
y remoto del ser humano. Está dotada de una asombrosa expresividad capaz de
pasar por encima de los idiomas. La música tiene su origen en el grito, como
escribió Nietzsche; está en la imperceptible marcha de torrente sanguíneo, en
el latido, en la percusión del propio cuerpo y el de los demás. Es poderosa y a
la vez sutil, imperceptible. Nace y muere en el tiempo, desaparece y, luego,
regresa como susurro en el recuerdo. Tampoco nuestros ojos pueden asirla, pero
es posible sentir cómo colorea el aire por donde viaja. Todas estas vivencias se
nos hacen cada vez más extrañas frente al afán de convertirnos en un simple
recipiente en el que se depositan, por un tiempo predeterminado, algunas
fórmulas musicales instantáneas, efímeras como el humo de los fuegos de
artificio.
Ejecutar un solo de cuerpo
Hay
que subrayar que la experiencia musical no debe limitarse sólo a la audición.
Tan importantes como esta lo son su creación y ejecución, lados de un mismo
cubo mágico, y que no es patrimonio de músicos de carrera, eruditos o de los
personajes que aparecen en la televisión. Ni siquiera es necesario poseer un
instrumento; para hacer música basta con sólo tener cuerpo. Se puede tocar para
uno mismo o para alguien inexistente; se puede vivir a solas con la música.
Escuchar con el pasado y el presente, con el deseo, con todo el organismo. Debemos
dejar de emparentar lo musical con el espectáculo, la notoriedad, la pose y la
repetición; aunque en ocasiones han llegado a unirse, nada indica que sean sus
condiciones originales, ni mucho menos su consecuencia. Recordemos que el
escenario es una invención de la civilización occidental, al igual que esa
división entre el artista y el público en funciones y espacios separados. Han
existido y existen muchos otros modos de acercarse al hecho musical, de ser
participantes y no sólo espectadores; de ser compositores de una obra colectiva
y que pertenezca a todo el género humano; de crear unas reglas propias, una notación distinta, fabricar otros
instrumentos, trazar su organología. El
pentagrama es sólo una convención, las notas sólo son nombres propios; todo
sonido puede ser música.
La eutanasia del sonido
No
todo puede ser recogido en cintas, no todo puede ser grabado y, luego,
reproducido, no todo puede repetirse. No todo puede ser ensayado ni se debe
tocar sólo lo que dice la partitura: en ese cielo blanco atravesado por cinco
cables de electricidad pueden ser arrojados otros pájaros, o pueden ser
espantados todos con un gran ruido. Pensemos en volver a la improvisación, al
nacimiento espontáneo; asistamos a su hondura, al milagro de crear, probar y
dejar morir. Hay que admirar cómo se da a luz un sonido y cómo inexorablemente se
suicida, desaparece dejando un agujero en el aire. La música es de tiempo y ese
tiempo no nos pertenece.
Réquiem por el tiempo
Cuando
la música aparece en el espacio con sus alas desplegadas, el tiempo se
ensombrece, se pliega. Llega otro tiempo que no marcha; más bien danza, seduce,
crea un ámbito de solaz, para el recreo de los minutos, la asunción de otro
pulso. Permitamos el olvido del tiempo, el olvido de sí, recobremos todos estos
ocultamientos.
Recordar el balbuceo
Regresemos
a la primera infancia, regresemos al asombro. Redescubramos el mundo de lo que vibra. Volvamos a la primera
resonancia, al juego, a la preparación para el primer grito, para el surgir de
la voz. Regresemos al útero, al ruido que hace la máquina de la vida.
Principio
No
olvidar nunca el origen: el silencio.
(Publicado originalmente en revista La Mancha, 2011)
1 comentario:
:) ) me gusta mucho, como oíamos desde el útero, quizá en algún sueño lo podamos recordar!
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