Mirarse en un espejo extinto. Tentativas irresponsables de entender el autorretrato


Autorretrato de Suevia Faro Prada

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De la fotografía sé muy poco o nada. Pertenece en gran parte al misterio, al pensamiento mágico, a la oscuridad que nos atemorizaba y sorprendía en la infancia. Tal vez por eso me deslumbre y me inquiete tanto, e intente, como un gato en su ocio perenne, jugar con el ovillo de lana que es la imagen y lo que nos dice, con estruendo o con imperceptibles murmullos. 
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Hay varias vertientes que confluyen en una fotografía, en ella se debaten algunas fuerzas. Pero es, primeramente, un asunto de tonos, de intensidades, de sugerir texturas, temperaturas, estados de ánimo. La imagen podría ser vista con el cuerpo entero, he allí la posibilidad de su plácido estrago, que se complejiza a medida que va adhiriéndose a nuestros tejidos invisibles.
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Lo que el espectador puede ver: la estancia, la luz, los filtros, la calidez del cuerpo percibido, la disposición de cada uno de estos elementos y la gestualidad silenciosa, se reúnen en ese lugar encuadrado de solaz. Esos ímpetus se superponen, se esconden mutuamente, juegan un juego rítmico, como el de la ola que cubre la arena y la desaparece, para luego emerger de nuevo con un rostro de humedad. Es un vaivén, un vals de lo húmedo y lo seco, de la luz y las sombras, en esa orilla que es la fotografía. La fotografía como orilla, como lugar limítrofe entre varios mundos: una triple frontera. Línea divisoria entre la imagen acabada, lo mostrado detrás de esa imagen, el cuerpo, y, finalmente, lo imaginado. En un retrato cohabitan estos ámbitos, en un autorretrato se hallan algunos otros.
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Por lo general, el fotógrafo fija su mirada en un objetivo, una escena, un cuerpo. Mira, busca forma, aísla y dispara. Cuando es un retrato, seguramente habrá una representación de la figura humana, seguramente un rostro, la quietud. Un afán por el reconocimiento y también la posteridad que llega a nosotros desde tiempos remotos. Así, encontramos perfiles de monarcas en monedas arcaicas. En cambio, en el autorretrato, fotógrafo y objetivo son la misma persona. El que mira es también mirado por sus propios ojos, creándose de esta forma una relación que gira constantemente como un carrusel. En la pintura y, sobre todo al final de lo que se conoce como Medioevo, pueden encontrarse las facciones del artista autorretratado a las afueras del cuadro, entre la multitud, con la intención de rubricar de alguna forma su autoría. Y un poco después encontramos a Durero, adolescente, pintándose a sí mismo, convirtiéndose más adelante en un maestro del autorretrato. Podemos verlo representado como Ecce Homo sumido en el dolor.
¿Por qué este empeño por retratarse? Esta pregunta para mí aún no tiene una respuesta definitiva.
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El autorretrato puede verse por  lo menos desde dos puntos de vista, dependiendo de quiénes sean los que intervengan en él y de sus posiciones. En la auto-representación una misma persona es el autor, lo fotografiado y, también, el espectador. Es una triple función que hace más interesante lo que sucede en este acto especular. Sin embargo, también podemos estar en presencia de un autorretrato realizado por otra persona, oportunidad en la que podemos acceder a un ámbito comúnmente vedado, de cercanía, en la que se legitima la trasgresión a la intimidad: nos podemos asomar a la ventana y mirar para saciar nuestra curiosidad natural. Es decir, serán diferentes las dos experiencias: quien se asoma para mirar la desnudez profunda del otro, y quien se mira en el espejo inerte de su retrato como él mismo quiso ser visto.  En ambos casos está la representación, la búsqueda de la perdurabilidad, el trato con fetiches…  
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El autorretrato no es necesariamente una forma de replegarse, no es abdicación del mundo exterior o del paisaje, no es necesariamente onanismo. Todo lo contrario. Es un mostrarse extremo,  abrirse a la intemperie, al cielo abierto. Es estar expuesto al pico de los zamuros y a los gusanos en un terreno despejado, es estar siempre rodeado de miradas que hacen ruidos, que murmuran.
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En el autorretrato no siempre hay narcisismo, aunque hay que señalar que nos es difícil eludir la sugestión que nos causa nuestra propia imagen reflejada en alguna superficie; siempre nos llama la atención nuestra imagen en los espejos, en las vitrinas. Así sea sólo un visaje de nosotros, siempre tratamos de identificar nuestros rasgos en medio de la opacidad, o hallar nuestro rostro entre la multitud. Estamos atentos a los cambios de nuestro cuerpo, a sus volúmenes y surcos, sus asimetrías. Somos espectadores de nuestra paulatina desaparición.
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Como si fuéramos árboles, nos vamos secando al pasar de los días. Nuestra piel se tuesta y nos hacemos huecos por dentro. Un día nos desplomaremos. De nosotros sólo quedarán, regadas en la tierra como hojas secas, las fotografías.
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El que se mira vislumbra una relación íntima y rica con su materialidad, su carne y todo lo que eso significa: olores, marcas, temperaturas. El que se mira exhibido se devela ante sí,  se desoculta, se recuerda. Puede que disfrute o denigre de su propia imagen; puede que incluso no se reconozca, no halle un elemento ciertamente suyo. No obstante, todo empeño en mirarse es un ejercicio de identidad, de búsqueda de algo que en medio de los cambios permanezca. Reconocerse es aferrarse a una boya iluminada en el oscuro océano.
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 Recientemente, con la aparición de nuevas tecnologías en la captura de imágenes, se ha desbordado la afición por fotografiarse para mostrarse y ser reconocido en la vorágine de rostros. Esa imagen, por lo general estandarizada, no busca intimidad, busca ser el objetivo de miles de ojos que necesitan ver las mismas cosas. No hay reciprocidad entre la persona y la imagen, sólo la intención de identificarse frente al ojo de los otros. No hay sudor, sólo pirotecnia.
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Algo sucede en ese breve instante en el que se fragua el autorretrato, esos pocos segundos en los que el fotógrafo pasa a ser el fotografiado. Ocurre que a grandes velocidades comienza casi de manera inevitable en nuestra mente un desfile de máscaras para utilizar al momento del disparo. Es una revista de modalidades mías, de emisiones de mi yo, una galería de gestos y de posiciones que, por lo común, culminan en una desencajada mueca de sonrisa. Caemos en la vieja disputa entre el ser y el parecer, y comienza un baile carnavalesco donde participa, citando a Barthes, “aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte”. O, siguiendo con el francés, “me transformo por adelantado en imagen”.
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Con la fotografía es posible construir o destruir el yo, mi biografía. Dice Bruner: “Hablar de nosotros mismos es como inventar un relato acerca de quién y qué somos, qué sucedió y por qué hacemos lo que estamos haciendo…”.
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Un autorretrato es un instante inmovilizado de mi biografía, es un souvenir, una prueba de la existencia, una verdadera fe de vida. Sin embargo, es aventurado afirmar que yo soy ese que se muestra. Aunque la imagen se independiza, no se puede decir que ha recogido un todo. La fotografía sólo exhibe una de mis modalidades. Tal vez sea más atractivo pensar que eso que veo es una parodia que hice de mí mismo, una imitación burlona así esté impregnada de una aparente seriedad. En la mayoría de los casos parezco estar más cerca de una caricatura, que en su hipérbole me exhibe y me sorprende. Pienso en el trabajo de Nebreda o Hernández D´Jesús, por dar algunos nombres conocidos. A pesar de que debería pertenecerme, mi imagen aún me es extraña. Mi rostro es lo que menos veo, y cuando lo hago veo siempre una imagen mediatizada. Ya se sabe que el ojo no puede verse a sí mismo.
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La fotografía en una celebración del mirar. Sin embargo, el autorretrato se realiza casi siempre a ciegas.
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El autorretrato siempre es un desnudo, siempre hace estruendo en la mirada. Lleva implícito un pacto de complicidad con el que mira; hay un reconocimiento al saberse igual, de la misma especie, un reconocimiento al saberse corpóreos, irregulares, vellosos, húmedos, sexuados, bípedos, pigmentados, presentes, mortales.
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¿Para qué enfocarnos en el escándalo o el pudor que produce la fotografía de lo más íntimo, de lo que solemos ocultar? Esto no tiene sentido si comprendemos que hay otros aspectos más relevantes en la imagen que contemplo. Por ejemplo: que el retratado en algún momento no estará más en el mundo, desaparecerá.
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Un autorretrato es lúdico, cómplice, endeble, impúdico. Exhibe, sensibiliza, erotiza. Su detenimiento, paradójicamente, muestra el vértigo del tiempo y lo frágil de nuestra respiración, la soledad, lo efímero. Un autorretrato es la imagen impresa de lo que alguna vez reflejó un espejo.

                                                                         (Originalmente publicado en www.paisportatil.com) 

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